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Armando Nieto
Presidente ejecutivo de Divina Seguros / Físico teórico y doctor en Computación
Sin ningún género de duda, la sociedad lleva décadas experimentando modificaciones a sus hábitos producidos por la aplicación directa de numerosos avances científicos. De todos ellos, quizás el más reconocido es el que tiene que ver con la digitalización.
La digitalización no es nueva, se inició un poco antes de la segunda guerra mundial (por no remontarnos al siglo XIX y la máquina de Babbage) cuando en 1936 el ingeniero alemán K. Zuse construyera una calculadora programable. Desde entonces, la capacidad de cálculo ha crecido literalmente de manera exponencial, así como la capacidad de almacenamiento. A este avance se le ha sumado ya más recientemente la conectividad, que nos permite emular la mítica biblioteca de Alejandría, donde residía todo el conocimiento del antiguo mundo, rebautizado hoy con el nombre de Internet. Y ya en nuestros días, asoma eso que llamamos inteligencia artificial (AI), que no deja de ser la combinación de los anteriores elementos: computación, almacenamiento y conectividad.
La ciencia lleva muchos años preparando esa combinación a través de diversos algoritmos, como los genéticos, heurísticos o metaheurísticos, redes neuronales, deep learning, machine learning, y ahora AI donde a todos esos algoritmos anteriores, diseñados para tratar ingentes cantidades de datos y encontrar soluciones suficientemente precisas en muy poco tiempo, se le une el lenguaje natural dotando a los procesos automatizados de cierta apariencia humana.
Esta potencia de cálculo afectará en los próximos años a una cantidad numerosa de disciplinas. Por citar unos pocos: en la medicina, el desarrollo de sensores y biomarcadores más precisos permitirá diagnósticos mucho más seguros y mucho más preventivos; en finanzas, una persona podrá expresar su perfil de riesgo con su propio lenguaje y la AI podrá tomar las decisiones por él de manera óptima; en el ámbito de la publicidad ya estamos observando cómo la AI se adelanta a nuestros intereses hasta el punto de que a veces pensamos que nos están escuchando; en la educación, la AI podrá diseñar planes de aprendizaje según las habilidades de cada uno, y así un largo etcétera. Y finalmente… ¡Viviremos una gran revolución!… ¿O no?
Aunque ahora nos bombardeen con esta idea y nos quieran hacer creer que todo cambiará, quizás la realidad sea más parecida a lo que sucede en Argentina tal y como nos lo describe el escritor Alejandro Borensztein: “Argentina es un país en el que si te vas de viaje 20 días, cuando volvés cambió todo, y si te vas de viaje 20 años, cuando volvés no cambió nada”.
Llegaba la gran revolución con el big data, con el machine learning, con las telecomunicaciones… Y sí, no discuto que han mejorado muchos procesos, somos más eficientes y podemos ofrecer más servicios. Pero los servicios principales siguen siendo los mismos porque las necesidades principales de las personas siguen siendo las mismas. La AI se alimenta de nosotros, de nuestras opiniones en las redes sociales, de la información que esté disponible, y con ello puede resolver problemas cuantitativos con extrema precisión, pero no así los que son de naturaleza cualitativa. Seguiremos necesitando mediadores para convencer de lo necesario de un seguro, inspectores que analicen si la persona actúa de buena o mala fe, o publicistas que nos descubran que algo nos gusta sin que jamás lo hubiéramos sospechado. Quizás entonces lo que necesitemos para esa “gran” revolución sea la psicología artificial… Aunque me temo que no la veremos si no somos nosotros los que cambiamos.