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Manuel Álvarez
Colaborador honorífico de OCOPEN y autor del lubro Pensiones: la promesa rota
La sostenibilidad futura del sistema público de pensiones es uno de los grandes debates de nuestro tiempo. La demografía, con un rápido envejecimiento de la población y una tasa de natalidad en mínimos históricos, tensiona un modelo basado en la solidaridad intergeneracional. En este contexto, los planes de pensiones de empleo —el llamado segundo pilar del sistema— se presentan como una alternativa complementaria cada vez mejor admitida en España y ya consolidada en buena parte de Europa.
El Tribunal Constitucional ha dejado claro en varias sentencias que los planes y fondos de pensiones son una figura híbrida: por un lado, funcionan como instrumentos financieros sujetos a reglas de solvencia, liquidez y gestión de activos; por otro, su finalidad última es social, pues buscan complementar las prestaciones públicas de jubilación, incapacidad o fallecimiento. Como resumió el TC en 1997: “La financiación es un instrumento al servicio de la previsión social y no a la inversa”.
La gran cuestión es si sería posible imponer por ley que todas las empresas de más de un determinado tamaño ofrezcan a sus trabajadores un plan de empleo. La respuesta es que sí: sería constitucionalmente viable y económicamente justificable, siempre que el diseño de la norma respete la proporcionalidad y deje margen de libertad a los agentes sociales.
El artículo 41 de la Constitución obliga al Estado a garantizar un sistema público de pensiones, pero no prohíbe reforzarlo con esquemas complementarios obligatorios. De hecho, la propia jurisprudencia admite que el legislador pueda intensificar la regulación de estos instrumentos si persigue un interés general.
Además, el derecho europeo tampoco pone obstáculos. La directiva comunitaria que regula los fondos de empleo (IORP II) fija requisitos prudenciales y de transparencia, pero deja a cada Estado la libertad de diseñar su modelo de previsión social. Países Bajos, Dinamarca, Suecia o el Reino Unido cuentan ya con esquemas obligatorios o cuasi obligatorios, con tasas de cobertura cercanas a la universalidad.
España se enfrenta a un problema evidente: la tasa de sustitución futura de las pensiones públicas (es decir, la relación entre el último salario y la pensión de jubilación) caerá en las próximas décadas. Además, los planes de empleo apenas existen fuera del sector público y de las grandes compañías. El ahorro previsional se concentra en las rentas altas, mientras que la mayoría de trabajadores carece de un colchón complementario.
Obligar a las empresas con más de X trabajadores a ofrecer un plan de pensiones de empleo permitiría ampliar la cobertura a las rentas medias y bajas, diversificar las fuentes de ingresos en la jubilación y reforzar la sostenibilidad del sistema mixto. Según la OCDE, cada punto porcentual de cotización obligatoria al segundo pilar puede generar un capital equivalente al 20%–25% del PIB en apenas tres décadas, un gran músculo financiero que refuerce la solvencia de España como nación.
Otra de las dudas es si sería constitucional obligar a los agentes sociales a incluir estos planes en la negociación colectiva. La Constitución, en su artículo 7, reconoce a sindicatos y asociaciones empresariales como actores centrales en la defensa de los intereses económicos y sociales. Sin embargo, la jurisprudencia ha establecido que su autonomía no es absoluta: el legislador puede imponer materias obligatorias en los convenios si existe un interés general legítimo y se respeta un margen de negociación real.
Ya existen precedentes claros: la Ley de Igualdad obliga a negociar planes de igualdad en empresas de más de 50 trabajadores, y la Ley de Prevención de Riesgos Laborales impone protocolos de seguridad. En ambos casos, los tribunales han avalado la constitucionalidad de estas obligaciones.
Por tanto, un modelo que fijara mínimos legales obligatorios (por ejemplo, la existencia del plan y un nivel básico de aportaciones) y dejara a la negociación colectiva la mejora de esas condiciones, sería plenamente defendible ante el Tribunal Constitucional.
El documento analizado advierte que el riesgo de que una norma así fuera declarada inconstitucional es de bajo a medio. El mayor peligro aparecería si la ley intentase regular en exceso los detalles (aportaciones exactas, gestora concreta, etc.), reduciendo la negociación a un trámite formal. En cambio, un diseño flexible, con incentivos fiscales y margen de adaptación sectorial, resultaría difícilmente cuestionable.
España podría seguir la senda del automatic enrolment británico, que obliga a las empresas a inscribir a sus trabajadores en un plan, aunque éstos pueden optar por salirse (opt-out). Este modelo combina obligación con libertad individual y ha logrado que más de 10 millones de británicos se incorporen al ahorro previsional en apenas una década.
El reto no es menor: supone cambiar la cultura de ahorro, involucrar a empresas y trabajadores, y garantizar que la carga sea proporcional (empezando por las empresas de mayor tamaño). Pero, bien diseñado, este paso podría suponer una transformación profunda en la protección social española, reforzando la suficiencia de las pensiones y reduciendo el riesgo de pobreza en la vejez.
En definitiva, la obligatoriedad de los planes de pensiones de empleo no es un imposible jurídico ni un experimento arriesgado. Es una herramienta probada internacionalmente, cabe en el marco de la Constitución y con un impacto económico potencial de gran alcance. La clave estará en la voluntad política, la negociación social y el diseño técnico de la medida.