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EN BUEN TONO

Actualidad Aseguradora nº05 año 130

Director técnico de LLUCH & JUELICH CORREDURIA DE SEGUROS S.L.

En las partidas de naipes de los casinos de muchos pueblos han cambiado de manos casas, haciendas, bestias y hasta rentas futuras. En seguros también he visto evaporarse casas, haciendas, vehículos y hasta rentas futuras. 

No fue por una mala apuesta, pero el efecto fue el mismo. Y, tal vez lo más perverso, fue que sucedió en una actividad regulada y creada precisamente para lo contrario de aquello a lo que sirvió: proteger la calidad de vida de las familias y la continuidad de negocio de la empresa. Eso es o debería ser el seguro, pero no va más allá de una misma partida de naipes donde uno juega a la brisca mientras el otro cree estar jugando al mus.

Una gran parte de la culpa de ese fallo garrafal en la adecuación del seguro a su objetivo la tiene el usuario, que no lee, no contrasta lo que compra. Otra, sin duda, la tiene la distribución de seguros, que no siempre transita por el lado de la calle donde alumbra el conocimiento, ni es capaz de sustraerse del conflicto de interés, recomendando lo que no debe.

Pero, en la raíz del problema, en el pozo de donde beben unos y otros, está el contrato de seguro y este surge de la voluntad del asegurador de dar, de no dar o de parecer que da sin hacerlo más allá del enunciado. Y, para ello, resulta clave una herramienta: el lenguaje.

Con frecuencia me descubro, tras tres décadas metido en este jardín, releyendo un párrafo para comprender qué se le está ofreciendo a un cándido asegurado.

 

 

Luego entiendo que, tras esa panoplia de palabras, cual armas perfectamente alineadas, se oculta algo poco amable con las expectativas del cliente. Rara vez el lenguaje enrevesado sirve a un derecho disponible sino a dificultarlo o desnudarlo por completo. Es por ello por lo que, cuando encuentro unas condiciones generales predispuestas, de adhesión y sinalagmáticas –esto es, que vienen de fábrica tal cual, que el cliente no puede modificar y que obligan a las dos partes contratantes–, construidas con frases o arquitecturas enrevesadas, enseguida me pongo en guardia.

De nada sirve hacer un diccionario de términos de seguros. La calle, esa de verdad, apenas lee, por lo que es imprescindible acabar con los condicionados de 80 páginas, con los Todo Riesgo del auto que son un multirriesgo con una cláusula final de Todo Riesgo que “no modifica ni elimina las limitaciones y exclusiones de las restantes coberturas”; hay que acabar con los intereses técnicos que se refieren a unas provisiones matemáticas que nadie puede calcular, ni conocer, así como con pretendidos robos a los que se les quiere dotar de un contenido distinto de aquel que define, con pulcritud, un Código Penal bastante más claro. 

Uno al lenguaje críptico el incumplimiento de una Ley imperativa (la 50/1980, en su artículo 8º) pues el contrato debe, desde hace 40 años, entregarse “en cualquiera de las lenguas españolas oficiales en el lugar donde aquélla se formalice. Si el tomador lo solicita, deberá redactarse en otra lengua distinta, de conformidad con la Directiva 92/96” pues lo que importa es que el cliente lo entienda en la lengua que mejor comprenda, sea un gallego o un alemán residente. ¿Acaso la transparencia contractual no se basa en facilitar la comprensión de lo que se hace?  I

 


Presidenta de ASUFIN

Me cubren el televisor.. ¡pero sólo uno!

El tema que abordamos en esta ocasión dejará en el profesional, a buen seguro, una vaga sensación de déjà vu. Visto desde la perspectiva del mundo del consumo, hay que alzar aún más la voz para que la contratación de productos no siga trufada de lenguaje críptico, de contratos de hasta 80 páginas que el asegurado ni procesará, ni discriminará, ni le dejarán con capacidad plena de comparar en el mercado. O quizá lo más grave de todo: contratos con cláusulas y coberturas que finalmente resultan no estar cubiertas o no como uno pensaba de inicio.

Por ejemplo, el título de la presente columna, que parece una hipérbole, se extrae de un contrato real de una asegurada de banco: el cliente tiene asegurado el televisor. Sí, en singular: sólo uno de los que tenga en casa. Lo mismo sucede con el ordenador y la impresora. Y no, no tiene cubiertos ni el router, ni un disco duro externo. ¡Como para pensar que uno disfruta de una cobertura mínima en tiempos de auge del teletrabajo!

Pero, volviendo a la necesidad de aproximar el lenguaje de una póliza a quien va a disfrutar de sus coberturas, se nos hace evidente que el esfuerzo podría ser mayor. Cierto es que existe una terminología específica en el ámbito asegurador y no puede evitarse el lenguaje jurídico que garantiza el pacto contractual. 

Sin embargo, hace ya unos años, el grupo DKV se planteó esta misma cuestión y abordó un estudio al respecto con estas conclusiones: la mitad de los clientes que cuenta con un seguro afirma necesitar ayuda para entender las condiciones de su póliza, el 52% confirma realizar sólo una lectura rápida y hasta el 18% dice no leerlas. ¿Nos podemos permitir un escenario tan descorazonador? Desde nuestra modesta opinión, no. Entendemos que los contratos deben ser largos y exhaustivos, pero no así las fichas resumen que los acompañan y que deberían ayudar al consumidor a comprender con exactitud las coberturas que está contratando. Si hablamos de empoderar al consumidor en tantos ámbitos, aproximémonos a él en lo posible desde lo más elemental: la lectura y comprensión sencilla de su propia póliza de seguro.



 

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