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Si partimos desde la existencia del Homo Sapiens para tomarlo como referencia, vemos que lo que habitualmente se define como su “comportamiento moderno” es lo que ha marcado la evolución hasta lo que hoy somos.
Comenzamos siendo usuarios (no existía el derecho, así que éramos dueños de todo y de nada) para subsistir. Todo lo que había, con mayor o menor riesgo, estaba a nuestra disposición. Luego, realizando acopio de lo que teníamos, practicamos el trueque para obtener lo que necesitábamos, y así seguimos hasta que comprendimos que podíamos realizar servicios para obtener lo que queríamos o, al menos, el medio para conseguirlo: cobijo, comida, salario...
Este cambio de enfoque nos convirtió en consumidores (los que consumen bienes o servicios en una sociedad de mercado), lo que ha terminado por ser el inicio de todo lo que estamos viviendo.
Hemos pasado de pagar por lo que se necesita o desea a obtener de manera gratuita (aparentemente) algunos productos o servicios que nos hacen felices, y esto nos proyecta a querer que todo sea así de fácil. Quizás en el futuro, ya hay algo realizado al respecto en publicidad, cobremos por ser consumidores (¿usuarios? gratuidad).
“Lo que vendrá, ¿hará que la base del seguro -el riesgo- deje de existir? Si eso ocurre, ¿la característica de aleatoriedad puede desaparecer? ¿Cómo serán tratadas la probabilidad de ocurrencia de un siniestro y en consecuencia su correcta tarificación?”
En los países desarrollados, la pirámide de Abraham Maslow ya es más una mastaba, de base muy ancha y larga. Se quiere y/o se necesita todo, porque todo es importante, necesario y deseado. Ahora, la autorealización y el reconocimiento conviven, en muchos casos mezcladas, formando esa gran base con el resto de necesidades.
La reputada experta en consumo y en la mente de los consumidores futuros, Anna Lise Kjaer, ya hace 8 años hablaba del futuro, no como el lugar hacia donde vamos, si no como el lugar que estamos creando para ir. Es decir, las acciones y decisiones de las personas, empresas y gobiernos (no nos olvidemos de los reguladores, como actores principales, por acción u omisión, en el ecosistema del consumo) determinan el rumbo que seguimos.
Como consumidores buscamos momentos de felicidad, queremos exprimir la vida y, si ésta es agria, nos fijaremos en lo que nos la endulce. Esa búsqueda nos hace comportarnos de manera menos racional: calidad y precio, son dimensiones importantes, pero menos que las dimensiones emocional, social, espiritual y responsable (sostenible).
Esto define el cambio del YO (MEconomy), centrado en la producción y la ventaja particular, a una economía del NOSOTROS (WEconomy) basada en la responsabilidad y beneficio compartido, con el predomino del utilitarismo.
Lo que el análisis PESTEL (Acrónimo de factores: Políticos, Económicos, Sociales, Tecnológicos, Ecológicos y Legales) identificaba como fuerzas externas a nivel macro que influían sobre un negocio y determinaban su evolución, en términos económicos y reputacionales, ya no debe observarse como fuerzas externas, porque los criterios ESG y la transformación digital están dentro del consumidor, presentes en su toma de decisiones y fuerzan su comportamiento; por tanto, todo producto o servicio debe crearse con este ADN, no pensando en su cumplimento o adaptación posterior.
En el futuro, cambiarán los hábitos de consumo, pero esto ocurrirá como consecuencia de que nosotros también cambiaremos. Se trata por lo tanto de un cambio que irá más allá del marketing. Estaremos más hiperconectados, hiperinformados, hípermonitorizados e híperinfluidos. Solo hay que echar la vista atrás: hace 30 años, una persona aburrida en la parada del autobús era una persona aburrida; ahora, con un smartphone en la mano, es un consumidor, crítico, seguidor o detractor.
Hace unos meses, me explicaron que ya no vivimos 24 horas al día. Las personas, como consumidores en USA, viven de hecho 31 horas cada día; es decir, el tiempo durante el cual pueden recibir impactos publicitarios o ser influenciados. Aunque parezca lo contrario, no es una opinión descabellada, puesto que consumimos varios canales a la vez: televisión, prensa digital, redes sociales, smartphone, etc. Nos estamos transformando en lo superficial y en lo esencial. Estamos en una mudanza emocional y consumista hacia un horizonte de sucesos, cuya ruta es digital, pero lo cierto es que desconocemos lo que vendrá a continuación.
John M. Keynes pronosticó que el crecimiento económico del mundo desarrollado se detendría en el año 2030, principalmente porque los humanos tendríamos lo suficiente para tener una buena vida.
Keynes y Maslow fueron coetáneos durante 38 años. Desconozco si el británico y el estadounidense se conocieron o se leyeron mutuamente, pero sí estimo, con todo respeto, humildad, distancia y admiración hacia ambos, que realizaron sus estudios sin predecir lo que de verdad supondría la revolución digital, social y económica que vivimos: el valor de un like o un follower para un cantante o presidente de Estados Unidos en redes sociales, del BITCOIN en la economía mundial o de empresas que comercializan servicios o productos ”gratis” y pierden miles de millones de dólares, siendo grandes proyectos empresariales y bursátiles.
Si conseguimos trasladar todo lo anterior al mundo asegurador, e intentamos proyectar esos cambios: en las personas/consumidores/tomadores, en la regulación internacional (financiera y aseguradora), en los (im)predecibles ciclos económicos y financieros, en los medios y herramientas digitales y tecnológicas… un posible escenario ulterior a esta revolución otorga total protagonismo al big data y a los data Scientist o Minning.
Se trata de una ciencia en sí misma, y maneja inmensos volúmenes de datos estructurados y no estructurados, y ya proporciona respuestas para las que la industria todavía no hemos formulado las preguntas adecuadas. Sin embargo, es muy posible que limitaciones éticas, regulatorias o legales no permitan su desarrollo pleno, para lo cual debe abrirse un debate que permita conocer las derivadas que -algo que todos decimos u oímos una vez al día- la transformación digital y su evolución tiene.
El big data nos permite saber con antelación y con un grado de precisión cada vez mayor (y falta la fase cuántica) que, por ejemplo, este año tendrás un pequeño accidente de automóvil de unos 500 euros de coste, o pronosticará una enfermedad y su desenlace, pero también diseñará el mejor tratamiento teniendo en cuenta tus características personales. Además de todo aquello que podamos imaginar, o todavía no.
“Nos estamos transformando en lo superficial y en lo esencial. Estamos en una mudanza emocional y consumista hacia un horizonte de sucesos, cuya ruta es digital, pero lo cierto es que desconocemos lo que vendrá a continuación”
Dos casos ya reales de lo explicado son Bewere, un software de predicción de delitos, y Watson, una inteligencia cognitiva capaz de comprender, razonar, aprender y predecir, que es utilizada para detectar riesgos y amenazas cibernéticas.
Todo esto, y lo que vendrá, ¿harán que la base del seguro -el riesgo- deje de existir? Si eso ocurre, ¿la característica de aleatoriedad puede desaparecer? ¿Cómo serán tratadas la probabilidad de ocurrencia de un siniestro y en consecuencia su correcta tarificación?
Cabe por lo tanto preguntarse si puede darse un cambio en la industria, que quizás no sea la irrupción de las grandes plataformas digitales y tecnológicas sino, más bien, una alteración tal, que, desapareciendo la incertidumbre del riesgo y el azar, nos lleve a ser garantes de certezas más vinculados al servicio como solución sin que medie incertidumbre.
¿La vida actual sería distópica para los Homo Sapiens?
¿Los consumidores seremos solo usuarios?
¿El riesgo, si es conocido con infinita precisión, es riesgo?
El mundo y el usuario o consumidor del futuro (tomemos esto como mero ejercicio de reflexión o prospectivo, no como deseo o vaticinio) podrán ser distópicos y tendremos que adaptarnos a ellos, porque seremos parte de ellos . I
Juan Jesús Rodríguez.